Artista y grafista, José María Cerezo (Cuenca, 1953), estudió Historia del Arte en la universidad Complutense de Madrid y es autodidacta en diseño gráfico, dibujo, pintura, escultura, música, electrónica y algunas cosas más. Conoció a Fernando Zóbel en 1977 y en su estudio hizo para él tres proyectos de diseño. Fue director de arte y jefe de publicidad en la Dirección de Comunicación del grupo Anaya y desde 1998 comenzó a retomar su actividad como diseñador independiente. En 2010 recibió la Medalla al Merito en el Diseño de Castilla-La Mancha. En la actualidad está retirado de su actividad como diseñador gráfico profesional, aunque activo en todo lo demás.
Ha regresado recientemente a su ciudad natal, Cuenca, tras un periplo de décadas dedicadas a desarrollar con éxito su trayectoria profesional como artista y diseñador gráfico ¿Cuál ha sido su experiencia de retorno a Cuenca? ¿Qué diferencias ha encontrado en el panorama cultural de antes y después en su memoria personal?
En realidad nunca he terminado de irme porque no he dejado de venir con cierta frecuencia, pero teniendo en cuenta que cuando me marché a trabajar fuera de Cuenca, no existían ni la Fundación Antonio Pérez ni la Casa Zavala ni el Auditorio las diferencias en el panorama cultural son inmensas. Aparte del Museo de Arte abstracto había otras iniciativas pero nada comparable lógicamente con la situación actual.
Durante sus primeros años de formación académica estuvo vinculado a la disciplina de Historia del Arte en la Complutense de Madrid. Y la incursión en el ámbito de la creatividad artística fue autodidacta. ¿Qué opinión tiene acerca del actual estado del arte en las nuevas generaciones? ¿Qué motivó su acercamiento al diseño gráfico? Aunque cesó su actividad como pintor en los años 80, ¿ha tenido alguna vez la tentación de regresar a los pinceles?
Veo algunas cosas que me interesan mucho y otras que, además, me gustan, pero no tengo una opinión formada sobre la pintura que hace la gente joven ahora, la verdad sea dicha. Lo digo con pesar porque me gustaría llegar a más cosas de las que llego. El diseño gráfico me interesó desde muy temprano. Cuando estaba estudiando el bachillerato en el Alfonso VIII descubrí por un lado a Daniel Gil, cuyas espléndidas cubiertas de Alianza curioseaba con fruición en la librería Machetti, y por otro a Pepe Cruz Novillo, por el que siento desde entonces auténtica devoción, con aquellas cajas de cerillas de Fósforos del Pirineo que vendían en un llamativo dispensador rojo que había en la pared del estanco de la calle Sánchez Vera. Tuve la suerte de que ambos, que son en mi opinión los diseñadores españoles más relevantes del siglo XX, firmaran sus trabajos ya que gracias a ello descubrí en aquellos años sesenta quiénes estaban
detrás de aquellas piezas gráficas que me llamaban tanto la atención por su modernidad y por su ejecución tan admirable. Desde hace algunos años estoy volviendo a dibujar y pintar sin otra intención que disfrutar haciéndolo. Todavía no tengo claro el camino pero espero reencontrarlo aunque no tengo prisa por llegar a ningún sitio.
Zóbel pasaba las páginas de mis cuadernos y me daba un montón de consejos como si a él le parecieran también realmente tan importantes como para mí”
La presencia de Fernando Zóbel en Cuenca hasta 1984, año de su repentina muerte en Roma, ha sido providencial para muchos creadores y artistas españoles. Usted mantuvo una relación de amistad con el fundador del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca desde 1977. ¿Qué recuerdos conserva especialmente de su vínculo con el artista y qué impresión tiene sobre el legado y la figura de Zóbel hoy en día?
Creo que Cuenca estará siempre en deuda con él. Su museo y su actividad en la ciudad nos colocó definitivamente en el mapa y para muchas personas, aunque no tengan una relación cercana con la ciudad el binomio Cuenca-Zóbel es indisociable. La primera vez que visite a Zóbel en su estudio fue en el verano de 1977. Le enseñé mis cuadernos de dibujos y algunas cosas que había hecho de diseño gráfico y que a mi me parecían importantes. Estuvimos varias horas
hablando mientras pasaba las páginas de mis cuadernos y me daba un montón de consejos como si a él le parecieran también realmente tan importantes como para mí y como si tuviéramos todo el tiempo del mundo por delante. Años después, creo que en el 80, diseñé el escudo de su Instituto. Fue un proyecto que recuerdo muy bien, entre otras cosas porque descubrí que él era más joven que todos nosotros: yo me empeñaba en hacer un logo muy institucional y muy comme il faut y, en cambio, su primer objetivo era que el escudo funcionara bien en las camisetas de los estudiantes… Tenía mucho ojo, también para esto. En 1982 me encargó el cartel de su exposición de la Galería Theo. También hicimos juntos el cartel de la XXIII Semana de Música Religiosa del 84, con el que aprendí mucho
sobre cómo usaba Zóbel el color y que fue para mí una experiencia inolvidable. También estábamos preparando un cartel para la feria de San Julián cuando recibí la noticia de su fallecimiento.
Los diseñadores gráficos no hacemos una distinción tan nítida entre palabras e imágenes”
En 2010 recibió la Medalla al Mérito en el Diseño de Castilla-La Mancha y ha tenido una larga trayectoria profesional en este apartado de las artes visuales con una numerosa experiencia en empresas españolas, además de incursionar como director-editor y cofundador de la edición española de la revista Publish sobre tecnologías digitales del diseño gráfico y la edición. ¿Qué opina sobre el devenir del diseño y de la tipografía en una sociedad cada vez más tecnologizada? ¿Sigue valiendo más una imagen que mil palabras en tiempos de Internet?
Lo que ocurre es que en realidad los diseñadores gráficos no hacemos una distinción tan nítida entre palabras e imágenes, de modo que en nuestro campo es una distinción un tanto estéril. Todo nuestro trabajo es visual y por lo tanto, además de lo que dicen las palabras consideradas en sí mismas como hacen el escritor o el narrador oral, al diseñador le importa tanto o más la forma visual o gráfica de las palabras. Dicho de otra forma: para nosotros las palabras son además también imágenes.
Dirigir la revista Publish me situó en una especie de atalaya extraordinaria desde la que otear lo que estaba pasando en la tecnología gráfica al tiempo que yo mismo la estaba aplicando en mi trabajo cotidiano de diseñador, y en ese sentido considero que fue un privilegio. Cuando todavía no existía Internet, teníamos por esa vía mucha información muy fresca de lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos, que era básicamente el lugar en el que se sucedían más pronto los cambios. Incluso llegamos a editar otra revista que se llamaba NeXTWorld dedicada a los ordenadores NeXT de la que salieron diez o doce números, hasta que el importador español dejó de trabajar con esos equipos. Creo que teníamos una de las pocas estaciones de trabajo NeXT que había en España y fue un lujo porque era una máquina increíble y su sistema operativo acabaría siendo el Sistema X de Mac y la base del iOS cuando Steve Jobs, que había fundado NeXT tras ser forzado a abandonar Apple, fue readmitido en su primera compañía. Y eso lo llevábamos adelantado.
Siempre he defendido que el diseño digital tenía que ser el depositario de la excelencia gráfica que se había conseguido a lo largo del siglo XX”
El devenir del diseño habría que contemplarlo en un escenario más amplio, que es al que pertenece, que es el de la cultura. En este sentido creo que hay que repensar muchas cosas. Aunque se siguen haciendo cosas sobresalientes en papel, el diseño mayoritario sucede hoy en las pantallas. Siempre he defendido que el diseño digital tenía que ser el depositario de la excelencia gráfica que, partiendo de los orígenes de la imprenta, se había conseguido a lo largo del siglo XX, incluidas todas sus extensiones en otros medios como el cine o la televisión. Ahora toca ir más allá y tengo la percepción, tal vez equivocada, de que la tradición, aunque la tradición digital solo tenga un puñado de años, lastra el desarrollo de la comunicación visual. No basta en mi opinión con añadir animaciones a los logos, por decir algo. Hay que repensar desde cero cómo tienen que ser los ítems de identidad en un ecosistema en permanente mutación donde el destinatario, o los dispositivos este que utiliza, está dando la forma instantánea al mensaje. No es un asunto fácil. La prueba es que casi nadie lo está haciendo todavía.
En cuanto a la tipografía, el desarrollo de las últimas décadas ha sido brutal. Basta con pensar que actualmente se considera que hay alrededor de 150.000 fuentes tipográficas distintas accesibles en Internet. Antes de Internet había unas 5.000 y generalmente trabajábamos con unas doscientas que eran las que tenían disponibles nuestros proveedores. ¿Qué cabeza puede gestionar esa cantidad de información y de opciones con soltura? Pero aparte de la cantidad, las tecnologías actuales permiten una calidad en la composición tipográfica en las pantallas como nunca antes se había podido conseguir. El reto para los profesionales es que esas mejoras técnicas funcionen a favor del lector, cosa que no siempre se logra porque la tipografía tiende ser la cenicienta de los trabajos gráficos.
Volcarme con el ordenador, visto con perspectiva, fue una decisión muy radical”
Háblenos de su libro “Diseñadores en la nebulosa. El diseño gráfico en la era digital” que se ha convertido en un clásico de referencia y ya suma cuatro ediciones desde su aparición en 1997. ¿Qué siente al realizar una retrospectiva personal en su biografía profesional en estos momentos de retorno a Cuenca? Muchas gracias
Escribí “Diseñadores en la Nebulosa” a finales de los noventa. Es un libro que trata sobre el impacto que los ordenadores tuvieron y todavía tienen en el diseño gráfico. Diez años antes, en el año 1988, yo me había hecho 100% digital: había intuido que ese era el camino del futuro y decidí no volver atrás. Fui un auténtico early adopter, como dicen los de marketing, y no te puedes imaginar hasta qué extremo. Éramos muy pocos en toda España. En la empresa de preimpresión con la que trabajábamos, y que era el único sitio en Madrid en el que se podía dar salida profesional a los archivos del ordenador, éramos el cliente número ocho. Quiero decir que en todo Madrid y tal vez en toda España solo había siete personas o estudios más trabajando profesionalmente con aquellas nuevas tecnologías de entonces. Volcarme con el ordenador, visto con perspectiva, fue una decisión muy radical.
La cuestión es que escribir ese libro fue una necesidad: tenía que contar los cambios que se estaban produciendo
en la profesión también desde un punto de vista cultural, no solo el técnico o instrumental que era y es obvio y que apenas requiere nada más que una simple descripción. Lo que pasaba entre bambalinas era más difícil de percibir desde el exterior del oficio y, por supuesto, mucho más interesante. ¿Qué pensaban los diseñadores de todo el mundo al respecto? ¿Por qué se daban simultáneamente espléndidas muestras de diseño racional y otras tan radicalmente emocionales? ¿Porqué tenían un peso parecido en la comunicación gráfica de las empresas? ¿Por qué estaban empezando a surgir tal variedad de tipografías? ¿Cuál es nuestro estilo gráfico contemporáneo? Encontrar las respuestas a estas y otras preguntas que parecían bullir en el ambiente fue el detonante del libro.
FOTO: Álvaro Cerezo