¿Así que queréis una crónica del concierto de Raúl Refree y El Niño de Elche? ¿De verdad no preferís que hablemos de algo menos complicado como el Ulises de Joyce, la constante cosmologógica o los mecanismos moleculares implicados en la citotoxicidad del agente antitumoral beta-lapachona? Está bien, vosotros mandáis, vamos a intentarlo.
A Estival Cuenca le gusta explorar nuevos territorios para no anquilosarse, pero seguramente este era el evento más arriesgado de la historia de su programación. Aunque desde el primer momento se presentó esta actuación como una propuesta experimental, desde el festival tuvieron la precaución de advertir al público, antes de entrar al recinto, de que no iban a asistir a un concierto de flamenco al uso, para que no hubiera equívocos. En realidad, esa afirmación tampoco era cierta del todo, porque el quejío es uno de los elementos con los que trabajaron los artistas en una composición en la que se difuminan los límites musicales de lo contemporáneo y lo ancestral.
No parece arriesgado definir esta obra creada por Refree y El Niño de Elche como una pieza de temática religiosa o espiritual. La idea de partida era que el primero, un músico de una intuición incuestionable, iba a llevar al éxtasis al exflamenco en el escenario del Parador. A la hora de ponerlo en escena asistimos a algo similar a una Pasión que tendría un encaje magnífico en la Semana de Música Religiosa de Cuenca.
En esta representación Raul Refree es un Caronte que unas veces viaja en una balsa de madera que crepita y otras en una lancha a motor. A lo largo de la obra exprime el músico las posibilidades sonoras exteriores e interiores de un piano al mismo tiempo que hace friccionar sus notas con el sonido del sintetizador. Su tercer arma es una guitarra que unas veces suena española y otras de ultratumba.
Por su parte, El Niño de Elche también explora las distintas dimensiones de su instrumento, la voz, para responder a las interpelaciones de un compañero de escenario que unas veces le fustiga y otras le consuela. Responde el cantante sometido a este padecimiento con murmullos, gritos mudos, quejidos, oraciones, saetas y vozarrones. El público llega a sentir compasión por ese intérprete que sufre laceración para acercarse a la prometida experiencia mística.
La composición parte desde el inicio una tensión dramática que roza la ruptura en el primer momento. Refree y El Niño de Elche son músicos que no tienen miedo a asomarse a los límites donde termina la música y no se esperan para poner a prueba a sus invitados. De repente, al espectador le ponen a caminar sobre una alfombra de cristales rotos y él debe decidir si acepta el reto o se levanta de la silla. La gran mayoría se quedó, se abrochó el cinturón de seguridad y se montó en esta atracción sonora en la que hay descensos a los inviernos, pero también remansos de paz; un agitado trayecto que tiene una estructura circular, como la del carrusel, y el luctuoso final de un reloj que marca la hora hasta que se para.
Esto es lo más básico que se puede explicar de una obra que busca una conexión íntima con el público e irrepetible, porque seguramente, si los artistas la hicieran hoy de nuevo, sería totalmente diferente. La propuesta llegó a los espectadores de Estival, que se pusieron en pie de forma casi unánime y pidieron un bis en el que Refree y El Niño de Elche apostaron por una breve y sencilla pieza de temática amorosa que también fue del agrado del respetable.
El conquense Impensable fue el telonero de una velada marcada por una pequeña lluvia, apenas media hora antes del inicio de los conciertos, que obligó a retrasar ligeramente el horario previsto.