Contaba siempre mi padre, Víctor Huerta, que una vez guio una visita a Cuenca que se extendió durante unas diez horas. Fue con una excursión de argentinos y el motivo de que se alargara tanto el trayecto fue que el grupo no se resistía a bailar tango en cada uno de los puntos de la ruta por el Casco Antiguo. Estas pinceladas de realismo mágico eran su marca personal y marcaban la diferencia entre explicar Cuenca y narrar Cuenca.
Un guía turístico debe tener vocación de juglar. La arquitectura, la historia y la geología son los ingredientes y hay que conocerlos para trabajar con ellos, pero lo que da sabor es la palabra, sobre todo en estos tiempos de Wikipedia y códigos QR en las placas de los monumentos. El visitante que se dejaba llevar por mi padre descubría Cuenca a través de la literatura, concretamente a través de una carta de amor a una ciudad. Y claro, como el amor es contagioso, al final el turista se queda prendado de Cuenca, tan enamorado que es difícil resistirse a bailar tango sobre las hoces.
Mi padre pasó la mayor parte de su vida en Casablanca, junto a una placeta que hace unos años estaba llena de críos que soltaban pelotazos con un balón de goma a los portales y ventanas enrejadas de unos vecinos que, enfurruñados, se resignaron a que sus paredes ejercieran de porterías imaginarias. En aquella casa el paso del tren marcaba el tiempo mejor que los relojes y hacía temblar el sofá donde se sentaba mi padre, en el mismo lugar donde se acomodaban mis abuelos, Martín y Concha, para ver Saber y Ganar.
Crecimos cerca de las vías y, al igual que Fito, sabemos que la tristeza y la alegría viajan en el mismo tren. Lo que no cuenta el de Zabala es que los vagones de las penas suelen ir a rebosar, mientras que las dichas se parecen más al AVE, porque su paso es fugaz y, además, suelen ser más caras. En cualquier caso, lo importante es no descarrilar ni bajarse del tren hasta que termine el viaje. La casualidad, o tal vez la literatura, quiso que el corazón de mi padre se parara en el mismo día en el que cesaba, tal vez para siempre, el traqueteo del ferrocarril por las vías de Casablanca.
Me alegro por la gente que siempre abre las puertas correctas o tiene la fortuna de que le salga cara siempre que lanza la moneda al aire. En esta saga formada por un padre imperfecto con hijos imperfectos ha habido siempre un error o una desgracia acechando a cada esquina y, si no tenemos la sabiduría que da el fracaso, es porque el que no se rinde nunca podrá ser derrotado. Además, mi padre tuvo también sus aciertos. Aunque tampoco saliera bien, el mayor fue casarse con mi madre, Elena, heroína que siempre acude al rescate de la familia cuando todo se derrumba.
Ahora que mi padre ya no está, gracias a las muestras de cariño recibidas, nos hemos dado cuenta, con la satisfacción del arqueólogo que saca a la luz un tesoro, que deja como legado su particular manera de transmitir Cuenca, unos hijos que siguen sus pasos y un apellido que deja huella en esta tierra, aunque les joda a quienes han echado mierda sobre su nombre. Ellos sí que serán olvidados fácilmente.
Lo que más le dolía a mi padre era Cuenca, aunque este diagnóstico no apareciera en su atiborrado historial médico, y peleó por ella a su manera. Estaba convencido de las propiedades sanadoras de esta ciudad que curó y devolvió las ganas de vivir a Giraldo de Holanda y a José Guerrero. Esta vez Cuenca no pudo salvar a mi padre, ninguna medicina es infalible. Sin embargo, él nos pediría que no dejemos de creer en ella en ningún momento, ni siquiera ahora que estamos en una ciudad malherida y la única receta que se nos ofrece para la salvación es la emigración a Madrid. Y si algún día no nos queda más remedio que irnos todos, a él le gustaría que, al menos, se quede aquí un Huerta para mostrar a los turistas las ruinas de Cuenca y enseñarles a escuchar el canto de la judía Catalina en la hoz del Huécar.