Hay un día al año en el que Cuenca le disputa a Nueva York el título de Ciudad que no Duerme y resulta que ese mismo día este rincón de Castilla transmuta en el Jerusalén de las Escrituras, así que no es descabellado decir que hay pocos lugares en el mundo más universales que Cuenca en la madrugada del Viernes Santo.
En una plaza el Salvador abarrotada, la unidad UPR de la Policía Nacional tuvo que emplearse a fondo para despejar el terreno y facilitar la salida de las hermandades de Camino del Calvario. A las cinco y media de la mañana el turbo de honor golpeó las puertas de Zapata. Era la llamada inevitable que recibe el reo en el corredor de la muerte. Jesús Nazareno del Salvador no rehúye su destino y sus banceros lo alzan para elevar su dignidad entre vituperios de la turba. La Verónica tampoco se deja intimidar por el ambiente alborotado de la madrugada.
A continuación emprendió el Camino al Calvario un San Juan pletórico que firma una salida para enmarcar. Sobre unos banzos que lucían nuevas cantoneras, el Evangelista respondió a la burla bailando frente a los clarines y tambores destemplados.
Cerraba el cortejo la hermandad de la Soledad de San Agustín, con los pasos del Encuentro y la Virgen, que lució palio restaurado. Sus horquillas mudas avanzaban al son que marca la banda de Villamayor de Santiago. En la noche del estruendo, la virgen susurra y se le escucha.
La turba se dispersó y el cortejo procesional da sus primeros pasos. En Alonso de Ojeda la Soledad se detuvo al escuchar un martillo y un yunque que tienen el hechizo de la voz de las sirena. Cantó el coro a la apesadumbrada Madre que sigue al Hijo en su camino a lo inevitable.
Las turbas esperaban en el entorno de Carretería la llegada de la comitiva. Es un momento para confraternizar y para que la cantera practique con sus clarines y tambores de cara a la subida hacia la Plaza. Los momentos familiares de la turba merecen mayor atención de la que se da.
La procesión se reagrupó cuando la cabecera, compuesta íntegramente por mujeres, alcanzó el monumento a las Turbas. El clamor que se escuchaba de Palafox a San Juan ya lo describió Carlos Morla Lynch cuando trajo a Lorca a conocer la Semana Santa de Cuenca: “(…)es una bullanga lúgubre, torturadora, apocalíptica; (…) diríase que el drama acaba de ocurrir”.
En esta subida al Calvario están presentes incluso los que están ausentes. Unos versos escritos en una pancarta en Alfonso VIII recuerdan a uno de los más grandes nazarenos y poetas de esta tierra, José Luis Lucas Aledón.
Tras un desfile ágil, la procesión alcanzó la Plaza Mayor. Los nazarenos se encontraron de golpe con miles de personas, entre ellos los próceres que abarrotan el balón del Ayuntamiento y muchísimos forasteros que descubrirán cómo se cuenta en esta ciudad la mayor tragedia jamás contada. Una ambulancia tiene que intervenir en este intermedio para llevarse a un hombre afectado por una caída.
El frío se disipaba en el Viernes Santo conquense cuando la procesión emprendió el camino de regreso. Los turbos rugían en Alonso VIII y los pasos del Jesús Nazareno del Salvador no podían moverse sin recibir una lacerante clariná.
Con mucho esfuerzo, las hermandades logran alcanzar San Felipe Neri, un oasis para protegerse de la burla. Los infatigables tambores callan de golpe cuando el coro entona el Miserere, como si la composición musical fuera un encantamiento capaz de amaestrar a las fieras.
Empieza a hacer calor cuando la comitiva abandona los Oblatos, pero no parece preocupar a los participantes del desfile, que llegan en trance al Salvador. El Nazareno, tras haber sobrevivido al escarnio, exhibe su dignidad ante sus detractores. San Juan se suma a la celebración y agita su palma, victorioso, antes de cruzar las puertas de bronce del templo.
La procesión de la provocación se cierra, paradójicamente, con el respeto de turbos y nazarenos ante la llegada de la Madre, que se despide con el dolor de saber que la victoria de su Hijo será efímera, porque su destino ya está escrito, aunque el Camino de Calvario de Cuenca tenga otra manera de contarlo.
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