El Sábado Santo en Cuenca amaneció entre la lágrima y el resplandor. Llovía y brillaba el sol, como si la naturaleza misma dudara entre el duelo y la esperanza. Así comenzó el día en que la ciudad, huérfana de luz, volvió a vestirse de recogimiento para acompañar a la Madre en su tránsito de dolor.
A las siete de la tarde, con el cielo dividido entre nubes y claros, se abrieron las puertas de San Esteban. Salían las Tres Marías a la calle: Nuestra Señora de los Dolores, con un manto más grande, acompañada en duelo por María Magdalena estrenando saya y María Salomé.
Tres mujeres, tres corazones. No era sólo el nombre de la marcha que, por primera vez, estrenaba la Agrupación Musical Alfonso Octavas —obra de Esteban Usano—, sino también la metáfora perfecta de este cortejo: tres corazones que caminan por una ciudad que los acompaña en silencio.
María Rodríguez, hacía historia en la Semana Santa de Cuenca, se convertía en la primera mujer capataz al frente de los 38 banceros. Imprimía al guiar la firmeza dulce de quien sabe que el dolor también puede tener rostro femenino y liderazgo sereno.
Al llegar a la calle del Peso, uno de los momentos más simbólicos: a las puertas de la antigua iglesia de San Andrés, la Hermandad de las Tres Marías entregaba un ramo de flores a la del Resucitado, que les ofreció a cambio el Cirio Pascual. Un acto íntimo, una promesa silenciosa de resurrección, una vigilia compartida ante un sepulcro aún sellado.
El sonido singular del Duelo marcaba el paso: una carraca en el centro y dos matracas a los lados, señales que advertían a la ciudad que era tiempo de recogimiento, de guardar silencio y dejarse llevar por el peso del luto.
A las 20:45, entre claros y sombras, el paso alcanzaba San Felipe Neri. Allí, el Coro del Conservatorio elevó el Stabat Mater, como un llanto coral que sostenía a la Madre Dolorosa. Poco después, a las 21:00, las tulipas se encendieron junto al paso en la colorida calle Alfonso VIII, y el contraste entre las luces cálidas y las fachadas pintorescas daba a la escena una belleza casi irreal. A las 21:20 se cruzaban los arcos. Faltaban apenas unos pasos para el final.
En las puertas de la Catedral, las voces femeninas del Coro de la Capilla entonaban Llora la Virgen María, una composición del hermano Pedro J. García Hidalgo escrita especialmente para su hermandad. Las notas parecían suspiros, y dentro del templo, apagado, en luto, el paso entraba con solemnidad.
De nuevo, llegaba la emoción. El coro, ubicado esta vez en el histórico arco de Jamete, tímidamente iluminado, entonaba el Stabat Matter de Kodaly. Al mismo tiempo, las Tres Marías eran mecidas por sus banceros. No había palabras, sólo sentimiento.
La emoción quedó marcada en cada rincón del recorrido, en los abrazos a la capataz, en los gestos de fe silenciosa. Muchos niños acompañaron el cortejo, señal de que la Hermandad —joven aún— sigue creciendo: ya son 765 hermanos, 35 más que el año anterior.
A las 22:30, con el cortejo ya recogido en la Catedral, la ciudad volvía a la luz. Se encendía el Cirio Pascual, se quitaban los capuces de luto, y la alegría contenida del Sábado de Gloria se abría paso al fin: ¡Ha resucitado!.
Y así, entre carracas y cantos, Cuenca volvió a escribir una página más de su Semana Santa. Una página en la que la historia, el arte y la devoción se unieron para recordarnos que incluso en el Duelo hay esperanza, y que tras la noche siempre aguarda la promesa del día.


































































































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